3/8/11

Las piernas del pionero



Llevaba semanas tratando de sacar tiempo para dedicar un pequeño tributo al que fue, seguramente, el principal culpable de que de niño albergase el estúpido sueño de jugar algún día en la NBA. Fue, a mi juicio, el jugador europeo que mejor supo adaptarse a la competición estadounidense, un talento cuya carrera quedó algo ensombrecida por la excelente generación a la que perteneció y porque sus piernas, que le hicieron grande, perdieron la batalla contra las lesiones y cercenaron una carrera que aún podría haber sido más fructífera. Estoy hablando de Sarunas Marciulionis, componente de la mejor selección europea de la historia, integrante de los inclasificables Golden State Warriors del Run T-M-C de Don Nelson y prócer del baloncesto en su país natal, Lituania, donde lo ha sido casi todo y aún hoy sigue siendo venerado a la altura de otro referente ineludible como Arvydas Sabonis.

Suele decirse que nos acordamos de dónde nos encontrábamos cuando se produce algún suceso que puede cambiar de alguna manera el rumbo de la historia. Estoy convencido de que muchos recuerdan dónde siguieron el escalofriante atentado contra las torres gemelas, las explosiones de los trenes de Atocha o la confirmación del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Por supuesto, recuerdo cómo y en qué lugar viví todos esos acontecimientos. Pero también me vienen a la cabeza con nitidez las circunstancias en las que seguí el que aún hoy me parece como uno de los mejores partidos que ha arrojado la historia del baloncesto, la final de los Juegos Olímpicos de Seúl entre la URSS y Yugoslavia, dos países que ya no existen, dos escuelas de eterno legado. Apenas tenía nueve años el día en el que caí rendido a los pies de Marciulionis. Como tantos otros, disfrutaba junto a mi familia de unas vacaciones en la playa. Aquel verano de 1988 tocaba Gandía y tuve la suerte de que el apartamento que alquilamos tuviera un pequeño televisor. Antes no todos lo tenían. Era pequeño y en blanco y negro, pero bastaba. Por la diferencia horaria con Corea, me despertaba muy temprano para poder seguir los partidos de baloncesto de aquel torneo en el que España, con un ilusionante plantel (Epi, Villacampa, Antonio Martín, Montero, Biriukov, Solozábal, Quique Andreu, Fernando Arcega, Ferrán, Joe Llorente y Margall) perdió en cuartos, y ante Australia, cualquier esperanza de defensa del por entonces histórico metal que había conquistado cuatro años atrás en Los Ángeles.

Eliminado el cuadro de Díaz Miguel, quedaba deleitarse con la pelea por el oro que iban a mantener tres selecciones de ensueño. Estados Unidos, liderada por el Almirante David Robinson, partía como gran favorita. Pero se dio de bruces con la nueva realidad que imponían sus dos principales rivales. La Unión Soviética y Yugoslavia se nutrían de un ramillete de jugadores que poco después quebrarían de manera definitiva esa barrera invisible (y sobre todo física) que distanciaba a años luz el baloncesto europeo del estadounidense. Con dos puntas de lanza como Sabonis y Drazen Petrovic, pero con otros muchos que saltarían el charco para firmar carreras interesantes en la NBA, los combinados del Este propinaron un sonado sopapo a los yankees, que en este torneo variarían su política con respecto a las competiciones internacionales. De aquel fracaso nacería el romántico proyecto del Dream Team que maravilló en Barcelona y sus sucedáneos posteriores, algunos más dignos que otros. Pero voy a tratar de no desviarme del tema. Volvamos a Marciulionis y aquella madrugada de julio en la que pude disfrutar de un duelo irrepetible y que marcó para siempre mi relación con este deporte.

La amenaza de un diabólico Petrovic

Aunque la URSS había derrotado a los americanos en el cruce de semifinales, los balcánicos alcanzaban la cita como principales aspirantes al oro. Habían resuelto con mucha más holgura que su rival los compromisos previos y contaban con el jugador más brillante del torneo, un Petrovic diabólico, eléctrico, imparable y que se había mofado de sus rivales tras la victoria cosechada en la primera fase. Existían cuentas pendientes. Y se saldaron. En gran parte gracias a Marciulionis, que un año antes ya había sido escogido en la sexta ronda (un ridículo puesto 127 global) del draft por los Warriors pero que hasta 1989 permaneció en el equipo de la capital de su país, Vilnius, donde hoy todavía reside pese a haber nacido en Kaunas, el 13 de julio de 1964.

Aunque el partido se puso feo de inicio, con una Yugoslavia tremendamente acertada que explotaba el juego en transición para esquivar la determinante presencia de Sabonis en la pintura, el equipo del Zorro Gomelski, maestro de maestros, se sobrepuso. Fueron las piernas de Marciulionis, su capacidad para romper la defensa zonal del cuadro balcánico, lo que comenzó a equilibrar un marcador que poco a poco fue sonriendo al equipo soviético. No voy a extenderme demasiado en el desarrollo del partido, que fue precioso y recientemente volví a disfrutarlo, porque al final del artículo os voy a dejar un vídeo que lo resume en poco más de nueve minutos. Sólo voy a detenerme en las sensaciones que me asaltaron aquel amanecer en el que descubrí al hombre que poco después se convertiría en el primer europeo plenamente consolidado en una franquicia de la NBA.

Un Sabonis imperial (acabó con 20 puntos, 11 rebotes y 3 tapones), la eficacia de Tarakanov, Homicius y Kurtinaitis desde el perímetro y la explosividad de otro jugador que también adoré durante mi adolescencia y que se hizo un hueco en los Hawks de Dominique Wilkins, Alexander Volkov, tuvieron parte de culpa en la rotunda victoria (63-76) de la URSS. Sin embargo, la convicción de Marciulionis, su capacidad para leer la defensa, para penetrar y dividir, para asistir, fue lo que entonces me maravilló y lo que aún hoy me convence de que resultó definitivo.

El antiguo compañero de Chris Mullin, Tim Hardaway o Mitch Richmond, al que se enfrentó precisamente en las semifinales de Seúl, cerró el choque ante los yugoslavos con unos números de escándalo para aquel baloncesto y para el de hoy en día: 21 puntos (4/5, 3/6 y 4/4), 6 asistencias y 3 rebotes. Aunque la fría estadística apenas refleja su influencia en un partido en el que, salvo Petrovic (máximo anotador con 24 puntos), las geniales figuras del equipo balcánico acabaron por diluirse. Y no hablamos precisamente de mancos. En aquella legendaria Yugoslavia, todavía unida, convivían otras futuras estrellas de la NBA como Vlade Divac, Dino Radja, Toni Kukoc y Zarko Paspalj, así como Zoran Cutura, el exjugador de Estudiantes Danko Cvjeticanin o el ahora laureado entrenador de Panathinaikos Zeljko Obradovic.

Un primer paso imparable

Era su primer paso, muy poderoso, y su velocidad y potencia en las penetraciones lo que lo convertían en un jugador especial, diferente. Aunque andaba también sobrado de acierto en el lanzamiento exterior. Lo tenía todo. Era muy completo, como demostró cuando se puso a las órdenes de Don Nelson en el equipo de Oakland. Aunque había recibido numerosas ofertas para cambiar de aires, Marciulionis, cuya fidelidad a su primer equipo, el Styaba Vilnius, y a su país definieron su carrera, jamás quiso cambiar de aires hasta que vio la ocasión de hacerse con un hueco en la mejor ligar del planeta. Llegó con 25 años, en plena madurez, y tardó muy poco en exhibir su talento. En su primer año se consolidó como uno de los mejores novatos del torneo. Era también uno de los suplentes más cotizados. Nelson, que siempre mostró plena confianza en su juego, lo confirmó como el líder de la segunda unidad. Acabó el curso de su estreno con unos porcentajes impropios para un jugador europeo: más de 12 puntos y 3 rebotes por cita, con unos porcentajes de tiro que superaban el 51 por ciento.

Permaneció cuatro fructíferas temporadas en el combinado californiano. Aunque el segundo apenas pudo jugar medio centenar de partidos por las lesiones, la gran cruz de su carrera, mantuvo sus números (casi 11 puntos y 2,4 rebotes). Sin embargo, sería el tercero su mejor año en la NBA. Mientras otros jugadores del Viejo Continente trataban de consolidarse sin demasiada suerte en la competición americana, Marciulionis se salió. Se estabilizó como un suplente de lujo en unos Golden State Warriors en el mejor momento de su historia. Acabó promediando 18,9 puntos, 3,4 asistencias y 2,9 rebotes por cita. Unos números escalofriantes para un jugador nacido fuera de los Estados Unidos y que invitaban a presagiarle un futuro esplendoroso.

Pero la desgracia se cruzó en su camino. Aunque arrancó la temporada 1992/93 en la misma línea, una gravísima lesión de rodilla acabó con su carrera. Tras disputar sólo una treintena de partidos, los Warriors lo incluyeron en un traspaso que no todos los aficionados acogieron de buen grado. Su calidad humana conquistó a la hinchada. Sobre todo cuando se implicó de lleno en las labores de rescate del devastador terremoto que afectó a la ciudad en 1989 y en el que se produjeron 67 muertos. Acabó en Seattle, donde nada ya sería lo mismo y apenas permanecería una temporada. Sacramento y Denver, dos franquicias en decadencia, lo acogieron los dos siguientes años. En los Nuggets, tras reproducirse sus problemas de rodilla, decidió poner punto final a su carrera. Sus portentosas piernas habían dicho basta. La estrella de aquella célebre final de Seúl aún no había cumplido los 33 años.

Compromiso con su país

Marciulionis, en cualquier caso, será recordado también por su firme compromiso con su país. A pesar de haber defendido durante muchos años los colores de la URSS, tras la independencia de las Repúblicas Báticas, a comienzos de los 90, se convirtió en el principal valedor de la selección lituana. Se implicó hasta las cejas. Fue el impulsor de la creación del equipo nacional, se encargó de la búsqueda de patrocinadores y fue él quien personalmente veló para que ninguna de sus figuras faltara a los torneos internacionales. Su esfuerzo encontró recompensa. Lituania logró un hito histórico en los Juegos Olímpicos de Barcelona. Con Marciulionis como líder, el combinado báltico se alzó con la medalla de bronce en la primera competición internacional en la que tomaba parte, un resultado que se repetiría cuatro años más tarde, en Atlanta, donde la mejor generación del baloncesto lituano se reunió por última vez.

Un año antes, y ya en su declive, Sarunas logró convencer a Sabonis, Homicius y Kurtinaitis para que acudieran al Eurobasket de Atenas, donde se encontraron con la también excelente nueva generación. Jugadores por entonces muy jóvenes como Jasikivecius, Karnisovas o los históricos excomponentes del Baskonia Stombegas y Timinskas pusieron su granito de arena para permitir que Marciulionis pudiera abandonar el baloncesto con la satisfacción de haber visto a su país en lo más alto del podio. Sólo una Serbia imperial, liderada en la final por un Djordjevic intratable (41 puntos), se interpuso en ese sueño.

Ya retirado, volvió a exhibir su implicación con el baloncesto de su país al impulsar la creación de la Liga lituana de baloncesto, de la que llegó a ser presidente, y a finales del pasado siglo se zambulló en el proyecto de una competición supranacional, la Liga de Baloncesto del Norte, germen de la actual Liga Báltica. Genio y figura, así es Marciulionis, un tipo que me invitó a soñar, que abrió camino con sus piernas portentosas y su baloncesto académico. A veces, casi siempre en realidad, da gusto echar la vista atrás.

Para los que aún tengan fuerzas o ganas, os recomiendo que echéis una ojeada a este vídeo que colgaron en youtube los amigos de baloncestoyugoslavo.com. Merece la pena pasar nueve minutos recordando.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

"Estoy hablando de Saunas Marciulionis"

Peje, no se si te gustan las ostras o los caracoles, pero te ha traicionado el subconsciente :-)

Excelente articulo por cierto. Gracias.

fb

Anónimo dijo...

Grandísimo artículo... Qué recuerdos...