9/6/11

Fiebre de gloria


Dirk Nowitzki se viste del mejor Jordan y guía a los Dallas Mavericks a la victoria pese a jugar el cuarto partido de las Finales de la NBA con 38,5 de fiebre


Sólo los genios hacen cosas de genios. Al resto les vienen grandes. Dirk Nowitzki, ingeniería alemana, tipo cerebral y ambicioso, afrontaba las Finales de la NBA que su equipo está disputando ante los Miami Heat como, quizá, su última oportunidad para cobrarse la deuda que el baloncesto contrajo con él hace cuatro años. El jugador germano encaraba entonces las eliminatorias por el título con su flamante galardón de MVP bajo el brazo. Pero el destino le deparaba un cruel desenlace a aquellos Mavericks. El mejor equipo del Oeste caía en la primera ronda ante los Golden State Warriors tras protagonizar una serie para olvidar. Los números reflejan que Nowitzki acusó aquel duro revés. Pero el azar le ha proporcionado una ocasión para redimirse y no quiere que nada se interponga entre él y el anillo que con tanta avidez ha perseguido desde que aterrizó por primera vez en la competición norteamericana. Ni siquiera la fiebre.

El ala-pívot de Dallas tuvo que luchar contra su propio organismo para salvar a su equipo de una defunción anticipada en unas Finales que vuelven a mostrar un pronóstico completamente incierto. Jugó el partido con 38,5 grados de fiebre, tras haber pasado una muy mala noche, pero protagonizó una de esas actuaciones épicas que ayudan a hacer más grande el baloncesto. No ha sido el primero, ni seguramente el último, que ha tenido que afrontar una situación similar. Hace ya catorce años, el jugador más decisivo que ha conocido este deporte agigantó su leyenda con uno de esos partidos que se apropian de un espacio en la memoria colectiva por derecho propio. Michael Jordan, el mito, disputó el quinto partido del cruce decisivo ante los Jazz maniatado por una gripe, pero se sobrepuso y colocó la piedra sobre la que los Bulls lograrían su segundo título consecutivo. Fue el quinto para el escolta neoyorquino.

Nowitzki se vistió de Jordan la noche del martes. En otro duelo que sacó a relucir el temible arsenal ofensivo de los Heat de Wade, Lebron y compañía, a Dallas le tocó de nuevo remar contra corriente, apelar a la heroica. Con poco más de diez minutos por jugarse el American Airlines Center parecía un velatorio. Los Heat gozaban de una renta de nueve puntos y marchaban lanzados hacia su segunda victoria consecutiva en territorio enemigo. Hasta que el alemán resurgió de sus cenizas, se olvidó de la fiebre y levantó a su equipo de la lona. Un triunfo del conjunto de Florida habría supuesto una dolorosa y anticipada despedida a las opciones de título para los texanos. Nadie ha conseguido hasta ahora levantar un 3-1 en las Finales de la NBA. Y Nowitzki, que lo sabía, sacó fuerzas de flaqueza para rebelarse ante el implacable peso del destino. Su espectacular despliegue ofensivo en los minutos determinantes del partido obró un nuevo milagro para un equipo que, en esta eliminatoria, se ha malacostumbrado a ceder jugosas ventajas al adversario.

Sin margen para el fracaso

Durante la presentación de los equipos el rictus de Nowitzki reflejaba la tensión de un hombre que se sabe ante la última oportunidad de su carrera. Los focos lo alumbraron y su mirada fija apenas dejaba vislumbrar la debilidad con la que se presentaba a una cita crucial para la suerte de la eliminatoria. No podía permitirse otro fracaso, no por la enfermedad, no ante su público. Una aficionada sostenía un cartel tras el banquillo de Rick Carlisle: We want a ring! Go Mavs! (Queremos un anillo. ¡Vamos Mavs!) podía leerse. Dirk también lo quería, y lo quiere. Lo necesita y lo sueña. Por eso cuando comenzó el espectáculo del último cuarto, cuando el jugador teutón venció a la enfermedad, que fue más rival que los Heatles, a mí -y supongo que a muchos otros que perdían sueño por ver el partido- me volvieron a asaltar las imágenes de aquel Jordan destrozado, que apenas podía respirar con facilidad, pero que asestó un golpe definitivo a aquella inolvidable final del 97. Una serie que comenzó también con otro chispazo histórico, aquel quiebro imposible con el que la estrella de Chicago se sacudió la defensa de Byron Russell y enchufó un triple definitivo para colocar el uno a cero en el casillero de victorias.

Nowitzki no tuvo que quitarse de encima al pegajoso y ya retirado escolta de los Jazz. Pero también dispuso de su propia némesis. Eric Spoelstra volvió a recurrir a Udonis Haslem, el defensor que mejores resultados le ha ofrecido, para secar al alemán. Pero hizo aguas cuando Nowitzki se olvidó de la fiebre y cedió todo el protagonismo mental a tantas y tantas imágenes de fracasos y desilusiones. No era otra noche para echar al saco de los sinsabores. Todo lo contrario. Era una cita idónea para definirse, para situarse a la altura del más grande. Y así lo hizo. Gracias a su inesperada resurrección, los Mavs sufrieron una metamorfosis y se lanzaron al cuello del rival para emprender una nueva remontada. En los ojos de Nowitzki ya no se reflejaba la debilidad ni las dudas. Estaban inyectados en sangre. Y esa fiebre sí se la contagió a sus compañeros, que ajustaron la defensa, incendiaron el pabellón y se llevaron el triunfo gracias a un demoledor parcial de 21-9 al que Dirk aportó diez de los veintiún puntos (y 11 rebotes) con los que cerró la cita.

Un poco de teatro

Después llegó el momento de la representación, que en la NBA saben explotar como en ningún otro sitio, el desplome final, el teatro, las atenciones de sus compañeros. Y una rueda de prensa en la que el alemán confirmó que había pasado "una noche complicada", mientras sostenía el micrófono con una mano y se sorbía  los mocos. Pero eso forma parte de la épica, de la capacidad de esa competición para incrementar la leyenda de sus héroes. También Jordan se dejó llevar aquella célebre noche de 1997. Las imágenes del 23 de los Bulls nada más rubricar el duelo con un triple estratosférico se me quedaron grabadas a fuego. El rostro hundido en el pecho de Scottie Pippen, exhausto, liberado de la adrenalina con la que había combatido aquella inoportuna gripe, todavía aportaba más valor aquella gesta. Su cara, quebrada por la debilidad, hizo aún más grande a un gigante que tenía sentimientos. Lo humanizó.

En el American Airlines Center, pese a todo, la cara que pasará a la historia será la de Lebron. Ya en el vestuario, mientras su entrenador trataba de desgranar los aspectos que habían conducido a los Heat a la derrota, James rumiaba su fracaso. Después de 433 partidos en los que había superado la barrera de la decena de puntos, ayer se quedó en ocho. Una circunstancia preocupante para Miami a las puertas del quinto partido, que suele resultar decisivo. De las 26 veces que se ha llegado a este punto de la final con empate, 19 han caído del lado del equipo que se consiguió adelantar tres a dos.

Os dejo el vídeo de la mágica actuación de Jordan en aquel quinto partido del Delta Center. Aquella victoria  supuso el 3-2 para los Bulls. Y sí, obviamente fueron uno de esos 19 equipos que acabaron llevándose el anillo.


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